-No, no naciste homosexual - respondió Tomás y leyó Génesis 1: «Dios hizo al hombre. Varón y hembra.... Dios contempló todo lo que había hecho y vio que era excelente.»
¿Es posible que una persona que después de conocer a Cristo se convierta en homosexual? ¿Es posible que un trasvesti deje su estilo de vida por Cristo? ¿Qué tan difícil es esa transición? John Paulk experimentó en carne propia todas estas preguntas y halló las respuestas en el Dios que nunca lo abandonó.
Sus padres se divorciaron cuando el tenía cinco años; su padre lesdijo adiós. Fue un día trágico y un trauma que nunca olvido. Durante el resto de su niñez vivio con inseguridad continua, creyendo que la gente que yo amaba siempre me dejaría. Con otros muchachos de mi edad me sentía terriblemente inseguro y distinto. Sencillamente no podía ser lo que ellos esperaban de mí, y en vista de que yo no era hábil para los deportes y era afeminado, me decían afeminado, gay o mujercita en las peores palabras que se pueden usar.
Mi amigo y yo comenzamos a consumir bebidas alcohólicas a los 14 años. Desde el principio mi intención fue emborracharme, y es lo que hacía siempre. Bebía para aturdirme y entumecer el dolor interno, y eso proveía un escape temporal de mis sentimientos de ineptitud y de odio hacia mí mismo.
A los 15 años, una muchacha de la escuela me habló del Señor mientras un hablábamos por teléfono. Yo creí todo lo que me dijo sobre la Biblia. Después de hablar con ella, me arrodillé y le pedí a Jesús que entrara en mi corazón. Luego busqué fervientemente al Señor, pero como nadie más en mi familia era creyente, me aparté luego de seis meses. Pasarían otros diez años para que yo nuevamente clamara a Dios pidiéndole ayuda.
Cuando estaba por terminar la secundaria, un amigo me llevó por primera vez a un bar de homosexuales. Toda la atención que recibí de otros hombres me resultó irresistible.Pronto me enamoré de un muchacho . Nuestra relación pareció natural, me metí de cabeza en el estilo de vida homosexual y abandoné el sueño de mi infancia: tener una esposa e hijos.
Al tiempo, mi relación comenzó a deteriorarse, hasta que luego de un año nos separamos. Una vez más había perdido a alguien que yo creí se quedaría conmigo para siempre. Nuestra ruptura fue tan difícil para mí que dejé los estudios y me mudé otra vez a la casa de mi madre.
Empecé a beber más, y me sentía tan miserable que traté de quitarme la vida. El intento de suicidio falló, y para recuperarme busqué a un psicólogo homosexual para que me ayudara a juntar los pedazos en que se había convertido mi vida.
Para poder pagar los gastos que aumentaban continuamente, empecé a trabajar en la prostitución. Me llevaban hasta un hotel, y allí vendía mi cuerpo por 80 dólares la hora. Mis clientes que mantenían su homosexualidad en secreto, usaban drogas como LSD y cocaína, y me las proporcionaban gratis. Sólo por la gracia de Dios no me convertí en adicto.
A finales de ese verano, estaba destruido emocionalmente. Recuerdo que me dormía llorando al regresar a casa después de permitir que me usaran sexualmente toda la noche.
Ese verano hubo otro acontecimiento significante en mi vida. Vi a un amigo en un bar de homosexuales. El estaba vestido de mujer, y su apariencia femenina era tan real que me costaba creerlo. Estaba fascinado. Una noche él me puso maquillaje y una peluca. Cuando me miré en el espejo, me asombré al ver a una hermosa «mujer». Esa noche me drogué y fui al bar. Mantuve en secreto mi identidad real. Nadie sabía que debajo de esa «máscara» estaba yo.
Esa noche revolucionó mi vida. Durante los tres años siguientes dediqué todo mi esfuerzo a perfeccionar ese estilo de «mujer». Estaba orgulloso de ser travestí, y me hacía llamar «Candi». Rápidamente me hice popular en el círculo de travestís.
En ese mundo lo único que importaba era la habilidad para ser hermosa y parecer una mujer de verdad. Me decían que yo era uno de los mejores, y empezaron a conocerme en ciudades vecinas. Pero interiormente yo me odiaba, y una noche mientras estaba en la pista de baile le dije a Dios:
-Sé que puedes ayudarme. Algún día voy a regresar a ti.
En octubre de 1985 mi psicólogo me confrontó por lo mucho que yo bebía. Empecé a ir a los encuentros de Alcohólicos Anónimos. Después de pasar seis meses sin beber, mi mente empezó a aclararse. Abrí la puerta de mi armario y miré la cantidad de vestidos, pelucas, tacones altos, maquillaje y alhajas que había acumulado en tres años.
-Candi, ya no te necesito -dije-. Te digo adiós.
Puse todo en una caja y lo tiré a la basura. Sentí como si hubiera sacado diez toneladas de mi espalda.
-Vas a volver -me decían mis amigos-. Siempre serás un travestí.
-Van a ver que no -contestaba yo-. No volveré a ser un travestí mientras viva.
Hasta el día de hoy no he vuelto a vestirme de mujer.
Muy poco después un pastor de jóvenes pidió hablar conmigo. Tomás vino a mi apartamento y me habló de Jesús. Después de 20 minutos lo interrumpí.
-Ya sé todo lo que dicen los Evangelios -le dije-. A los 15 años yo era cristiano. Pero nací homosexual así que...
-No, no naciste homosexual - respondió Tomás y leyó Génesis 1: «Dios hizo al hombre. Varón y hembra.... Dios contempló todo lo que había hecho y vio que era excelente.»
Así se hizo la luz en mi interior. Me convencí de que la homosexualidad no era algo con lo que había nacido, ni algo en lo que debía continuar.
Esa semana desenterré mi Biblia y empecé a leerla de nuevo. Después de varios días de lucha para llegar a una decisión, me arrodillé junto a mi cama.
-Dios, no sé cómo salir de esto. No importa lo difícil que sea. Nunca más me voy a alejar de ti. Era el 10 de febrero de 1987. Había encontrado a Alguien que nunca me dejaría.
Había asistido diariamente a un encuentro de Alcohólicos Anónimos homosexuales, y tenía muchos amigos en ese grupo. Aunque seguí asistiendo, algo en mi interior había cambiado. Una noche salió el tema de si los homosexuales irían al cielo.
-No importa si somos homosexuales o heterosexuales -les dije-. Si creemos en Jesucristo iremos al cielo.
Mis amigos quedaron mudos; nunca antes me habían escuchado decir algo así. Ese fue el comienzo del fin de mi vida homosexual.
Comencé a limpiar mi apartamento. Borré videos pornográficos y tiré a la basura cientos de dólares en accesorios homosexuales. Escribí cartas a mis amigos homosexuales contándoles sobre mi conversión. La mayoría nunca me contestó.
Mi amigo Tomás enfatizó la importancia de la disciplina, en especial la lectura bíblica diaria y la oración. Sin embargo, seguía sintiéndome muy solo. El me llevó a la iglesia, pero tenía miedo de que los hombres «normales» me rechazaran.
Tres meses después encontré un libro de Donald Baker sobre el rechazo. Lo llevé a casa y me lo devoré en un día. En las últimas páginas estaba la dirección de un ministerio llamado «Amor en acción», y escribí pidiendo información.
En esos días mi madre me dijo: «John, te has esforzado mucho este último año para cambiar tu vida. Estoy orgullosa de ti.»
-Sólo podía apoyarme en Cristo -le respondí-. El produjo el cambio, no yo.
Luego de algunas semanas recibí del ministerio «Amor en acción» la información que había solicitado junto con la confirmación de que me habían aceptado en un programa especial para personas como yo. Era el mes de diciembre de 1987.
En «Amor en acción» encontré sanidad. Toda mi identidad debió volver a construirse desde cero. Descubrí que la idea que tenía de Dios estaba distorsionada, y me resultaba difícil aceptar la realidad de su amor y aceptación completos para conmigo.
Al mirar hacia atrás, veo que Dios quería mostrarme mi verdadera identidad como hombre. Ser un travestí excelente era lo único de lo que yo había estado orgulloso. La idea de ser amado por ser quien era me resultaba totalmente incomprensible.
Pero algo comenzó a cambiar. Aunque cometí muchos errores durante los primeros años en que abandoné la homosexualidad, me aferré al Señor. No puedo precisar el momento con exactitud, pero en 1988 ya no volví a dudar de que Dios me amaba y me aceptaba.
Finalmente pude perdonar a mis padres por su descuido emocional y por las maneras en que yo sentí que ellos me habían rechazado. Le expresé todo eso al Señor y la amargura comenzó a desaparecer. La falta de perdón, la cual me había mantenido esclavo del pecado durante tanto tiempo, finalmente se desvanecía.
Todo el proceso para dejar la homosexualidad ha sido lento pero ininterrumpido. Me di cuenta de que la gente no me veía como el travesti que yo solía ser; me aceptaban por quien yo era ahora. Sin embargo, todavía me sentía ligado a Candi. Era hora de dejarla morir.
En los años siguientes mi amistad con varones aumentó hasta el punto en que me sentí seguro de mi masculinidad. Mis deseos homosexuales habían empezado a desaparecer.
Aunque Jesús llenaba los lugares vacíos de mi corazón, yo seguía sintiendo que había lugar para alguien más. En 1991 me enamoré de una hermosa mujer de Dios que iba a la iglesia, y que provenía de un trasfondo lesbiano. Participábamos juntos del grupo de adoración en la iglesia, y nos hicimos amigos. Yo admiraba su compromiso con el Señor, y comenzamos a ser novios.
Dado que el estar de novios era algo nuevo para ambos, le pedimos consejos a nuestro pastor. Pasamos por momentos muy difíciles tratando de discernir nuestros roles respectivos ya que los dos habíamos venido de ambientes homosexuales. Muchas veces Satanás trató de evitar que nuestro amor se solidificara, pero el Señor nos guió en cada obstáculo.
Ana y yo nos casamos el 19 de julio de 1992. Lloré al pronunciar nuestros votos matrimoniales ya que sabía que el Señor estaba haciendo realidad mi sueño. El poder transformador del Señor fue tan evidente durante nuestra boda, que mi madre y mi padrastro oraron para recibir al Señor esa noche.
En el pasado nunca había podido decir «soy un hombre». Pero ahora soy una nueva criatura en Cristo; puedo ser amado porque soy de Cristo. En el pasado me escondía detrás de muchas máscaras para protegerme y no ser herido de nuevo. Ahora veo que esas máscaras sólo eran un obstáculo al amor de Dios para conmigo. En Jesucristo he encontrado el amor y la aceptación que había buscado toda mi vida.